Orlan quiere hacer estallar los razonamientos naturalistas de los
códigos sociales en un juego irresistible de disolución del cuerpo, va
mas allá de la ambigüedad y de la asunción del doble de sí misma. Como
una nueva Frankestein, plantea una fuga radical de la naturaleza en un
acto subversivo, que desmiente las diferencia de los sexos para
desembocar en la androginia. La artista no acepta renunciar a nada,
quiere convertirse en su propia madre y en su propio producto, demuele
la frontera de los sexos, niega la falta, no hay carencia, ni muerte...
No hay muerte, grita el discurso desesperado de Orlan y grita tan fuerte
que inevitablemente remite a aquello que calla. Calla el dolor, la
impotencia, la humillación de ser uno más de los millones de seres
anónimos que pueblan este planeta. Con sus intervenciones quirúrgicas
intenta encubrir la furia narcisista que le genera la realidad de la
muerte, la incompletud, la castración simbólica que nos convierte a
todos en sujetos de la cultura, falibles, incompletos, carentes y
mortales.